Creo que bien habla de la figura de una persona, cuando sus intenciones tratan de enderezar a buenos
fines, lo que es hacer el bien a todos y mal a ninguno. Sin embargo, ciertos aires de inconformismo
soplan cuando veo los hechos que flagelan nuestra sociedad en sentido general,
lo que me hacen pensar que se necesitan reformas o si se quiere cambiar las
formas.
En cualquier sociedad medianamente organizada, se debe
limitar los derechos de los miembros individuales de la sociedad a ejercer
elecciones privadas en desmedro de la comunidad general o de la mayoría de sus
integrantes y viceversa. De no hacerlo,
la libertad que acompaña a la sociedad moderna se convertiría en libertinaje
donde nuestras vidas se convierten en un prototipo de tragicomedia humana.
Verbigracia a lo que me refiero es Quebec, es de público
conocimiento, que las autoridades obligan a los habitantes de las provincias, incluidos
los angloparlantes a enviar a sus hijos a escuelas francófonas. Esta política que apunta a la sobrevivencia
busca crear miembros de la comunidad para garantizar que las futuras
generaciones continúen identificándose como francófonas. Sin embargo, este es un conflicto que se ha
desarrollado sin derramamiento de sangre, encarcelamiento o deportaciones la
cual facilita la tesis sobre el derecho que tiene la autoridad de usar la fuerza en aras de asegurar el
futuro de una cultura a la que otorga preferencia y que es aceptado como
respetado por sus individuos.
Cuanto más difícil resulta
probar la verdad de un principio propuesto citando otros casos de fricción
entre entidades culturales, si las autoridades se apegaran a sus propios gustos
y debilidades, enfrentando opciones
indeseadas o difíciles de aceptar en el
marco de una amplia categoría de casos
de violencia ejercidas entre autoridades e individuos, en uno u otro rincón del
mundo, casos a veces trágicos en sus consecuencias incluido el requisito de la circuncisión
femenina o la prohibición de descubrir el rostro en público etc.
No caben dudas que la cuestión es complicada. El “proceso político” antes mencionado se
desarrolla bajo dos exigencias difíciles de reconciliar que nos pone entre la
espada y la pared: La espada, nos insta
a respetar el deber de la autoridad a proteger una forma de vida con las
presiones gubernamentales y la pared, que nos obliga a respetar el derecho del
individuo a la defensa propia contra las autoridad que obligan al elector a
aceptar opciones indeseadas o repelentes.
Es extremadamente difícil, respetar ambos imperativos a la vez. A diario se nos presenta la disyuntiva que hacer cuando hay colisión entre los
derechos de ambos bandos. ¿Cuál tiene
derecho de denigrar los postulados del otro?
En respuesta, Jürgen Habermas introduce otro valor: el “régimen constitucional
democrático”. Por lo tanto, si estamos
de acuerdo de que el punto de partida correcto para cualquier debate racional
es el reconocimiento de las diferencias entre las partes, es preciso acordar
que el marco en que debe tener lugar dicho debate es el “régimen constitucional”. Tal como lo formuló Cornelius Castoriadis:
recordar que una sociedad autónoma es
inconcebible sin la autonomía de sus integrantes, de la misma forma que la república
es inimaginable, si los derechos promulgados
no son lo suficientemente arraigados e invariablemente respetados. Esto de por sí y de forma aislada no
resuelve el problema pero deja de relieve que sin las prácticas democráticas
es imposible lidiar adecuadamente con el conflicto.
Es por lo que debemos ahijar como nuestro y defender de la
misma forma que lo hicieron las siete ciudades de Grecia en una contienda por
el nacimiento de Homero, que la fortaleza de nuestras instituciones es la cuña
para detener la detonación de las puertas como resultado de los vientos de la
selva y empezar a respirar los cálidos
aires de las sociedades modernas. De no
hacerlo así, estaremos destinados a subir en cuerpo y alma al cielo de los
olvidos en medio de barahúnda, silbidos y dicterios teñidos de sangre y violencia.

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